En el post anterior hablábamos de metáforas visuales en el cómic. De martillazos en la cabeza que son pensamientos, de trenes entrando en túneles en la intimidad de la alcoba; de pipas que, como la de Magritte, son otra cosa diferente a una pipa, pero que, en realidad, siempre entendemos lo que quieren decir. Una bombilla sobre la cabeza de un personaje es una idea repentina; un puñal que sale de un ojo, una mirada que mata; una tuerca flotando en el aire, alguien que se ha vuelto loco. Son imágenes que funcionan como palabras. O mejor dicho: palabras que funcionan como una imagen.
Así es la metáfora en el cómic. Pero solo a veces. Porque a menudo nos olvidamos de las verdades que contienen ciertos dichos populares. “Una imagen vale más que mil palabras” es una de ellas․ Y es importante recordar este dicho cuando intentemos aplicar conceptos lingüísticos a llamado “lenguaje visual”, un fenómeno que por mucho que pueda parecerse al lenguaje, en realidad no es idéntico a él․ (Por eso lo ponemos entre comillas). Puede que las imágenes funcionen como las palabras, pero por mucho que nos empeñemos no son palabras․ Las imágenes no tienen unidades mínimas de significado, no tienen por qué ordenarse exclusivamente una detrás de otra y, sobre todo, las imágenes pueden significar, por si solas, casi cualquier cosa․
Ha habido intentos, como por ejemplo, los de Neil Cohn, de formalizar una teoría completa del lenguaje visual a partir de herramientas exclusivamente lingüísticas, sin tener demasiado en cuenta que éstas fueron diseñadas solo para analizar y entender cadenas de palabras y frases․ Parece como si hubieran caído en saco roto las advertencias que hacían algunos de los pioneros de la teoría del cómic, como por ejemplo, Antonio Altarriba o Roman Gubern, hace ya décadas. Profundamente influidos por la escuela semiótica francesa y por Roland Barthes, ellos entendieron que las imágenes, al contrario de lo que ocurre con las palabras, siempre tienen una naturaleza polisémica; y que comparar el cómic (o el cine) con la literatura o con el lenguaje verbal, por muy fructífero que resulte a veces, es casi siempre un error․
No es que las imágenes tengan más valor que las palabras, como reza el dicho, sino más bien que la naturaleza de las primeras hace de ellas objetos únicos․ Porque, al contrario de lo que ocurre con las palabras, no existe una sola imagen que pueda ser considerada repetición de otra․ La imagen contiene, para Altarriba, un elemento humano que la hace irrepetible․ El artista (o el niño), al elaborar una imagen, “no puede dejar de introducir elementos significativos․ La manera de mostrarnos el objeto, el encuadre, el plano, etcétera, son otras tantas elecciones, tomas de posición, que encierran un sentido” (Altarriba, 1981ꓽ 79)․ Por eso una imagen siempre significa mucho más que lo que representa․ Una imagen de un perro no es lo mismo que la palabra “perro”․ Cuanto más expresivo es el trazo o la pincelada, más información contiene la imagen․ Por otro lado, el objetivo de una imagen no tiene por qué ser siempre representar algo concreto․ ¿Qué significa un cuadro de Mark Rothko o de Kandinsky? Para que las palabras puedan emocionarnos, antes tenemos que entenderlas, pero para que nos emocione una imagen solo necesitamos dejarnos capturar por la inmensa red de asociaciones que hasta la más abstracta mancha de color es capaz de tejer sobre nosotros․
Pero no hace falta acudir a ejemplos extremos de polisemia, como los que encontramos en el arte abstracto, para entender que la naturaleza de la imagen es diferente a la de la palabra․ La clave está en que la comunicación visual incumple una de las características fundamentales del lenguaje humano․ La relación entre una palabra y su significado es arbitraria; es decir, inmotivada y completamente convencional․ En principio, no hay motivo por el que una palabra o cadena de sonidos no pueda significar cualquier cosa․ Tan solo necesitamos que un número suficiente de hablantes lo decida así․ Incluso es posible inventar lenguajes como cualquier cosa; si no, que se lo digan a Tolkien y a todos aquellos de sus seguidores que van a congresos disfrazados para recitar poemas épicos y cánticos en sindarin․ Con las imágenes no ocurre lo mismo․ Hay siempre un motivo por el que una imagen significa algo y éste es su parecido físico․ Por este motivo, para las imágenes no vale aquello que decía Humpty Dumpty sobre el lenguajeꓽ “cuando empleo una palabra, esa palabra significa exactamente lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos” (Carroll, 1871ꓽ 185)․ Para que un dibujo de un perro signifique “perro” ha de parecerse lo suficientemente a un perro․ Pero al estar condicionada al parecido físico, además, la imagen resulta ser mucho más polisémica que la palabra, porque una pequeña variación de estilo, un hocico mal colocado o una cola demasiado larga puede hacer que dicho dibujo de un perro le pueda parecer a algunos lectores un gato․
No es una cuestión de que las imágenes sean menos precisas que las palabras y que den, por lo tanto, a más errores de interpretación․ Es simplemente que una imagen puede significar muchas cosas a la vez, no tanto por las decisiones que haya tomado el artista, o por su torpeza a la hora de realizar el dibujo, sino porque esa es la naturaleza de la imagen․ Incluso cuando, al contrario de lo que ocurre con el expresionismo abstracto o el suprematismo, consideramos estilos aparentemente simples que no plantean ningún problema a la hora de identificar lo que representan, nos topamos siempre con la polisemia․
Tomemos, por ejemplo, la siguiente imagen del caricaturista estadounidense Andy Riley (fig․ 1), el cual no tiene ninguna intención de confundir a sus lectores․ Aparece un hombre tratando de pinchar un conjunto de prismas rectangulares con un tenedor gigante․ ¿Son trozos de queso, de zanahoria, de boniato? A veces, incluso en los estilos gráficos más sencillos y funcionales nos encontramos con este tipo de indefinición semántica que, con frecuencia, es necesario resolver mediante la ayuda de la palabra․ La viñeta original de Riley incluye una leyenda a pie de imagen; “Noteꓽ chips may require alignment”, que aclara que los prismas significan “patatas fritas”, aunque tampoco habría sido necesaria la aclaración para entender el chiste․
Fig․ 1 – Andy Riley (1998) DIY Dentistry and Another Alarming Inventions, Nueva York, Plume, p․ 23
Otras imágenes, otros discursos visuales sí necesitan del concurso constante de la palabra, con el fin de fijar, como decía Barthes, su “cadena flotante de significados” (1964ꓽ 31); es decir, para evitar que el significado de la imagen vacile y dejemos de preguntarnos: ¿pero qué demonios es esto? Barthes fue quien mejor entendió la naturaleza polisémica de la imagen y denominó “anclaje” a esta función de la palabra․ Pies de foto que decantan el sentido de una portada de prensa en favor de otro, leyendas que revelan el sentido irónico de una viñeta política․
Pero lo cierto es que cuando la palabra no acude en nuestra ayuda para fijar el significado de una imagen, bien porque quien su autor o autora no lo desea, bien por cualquier otro motivo, entonces dejamos de encontrarnos con metáforas tan sencillas como aquellas con las que abríamos este nuevo post. Las bombillas dejan de ser ideas y las pipas pueden ser cualquier cosa․ Cuando lo que analizamos es una imagen, ya no valen las estructuras sencillas con las que trabajaban Lakoff y Johnson․
En una imagen A no es siempre B․ O, por lo menos, no solo B․ A puede ser A, B, C o D, como ocurre en la viñeta de Riley․ Lo mismo vale para la metáfora․ Porque no solo los prismas pueden ser patatas o zanahorias. Si tomamos cualquier imagen bajo su valor simbólico éste puede ser múltiple; es decir, puede equivaler a una de estas cuatro posibilidades o incluso a todas a la vez․ Y lo que es más, incluso puede que no equivalga a ninguna․ A es X es otra de las estructuras metafóricas posibles en una imagen, donde X es algo por completo indefinido․ Esta es la estructura que subyace bajo muchas de las imágenes de las películas de Luis Buñuel o David Lynch, o bajo las viñetas de David Sánchez y Ana Galvañ, dos artistas de cómic que parecen menos interesados en significados concretos que en el misterio en hay tras la metáfora visual en sí misma․
Hasta el momento, en los ejemplos que hemos visto en los posts anteriores de este blog o newsletter, la naturaleza del símbolo metafórico era concreta y diáfana; no existía equívoco con respecto a qué objetos, eventos y situaciones reales representaban las imágenes metafóricas․ Sin embargo, no todos los símbolos tienen el mismo grado de arbitrariedad y cuanto menos arbitrario es el símbolo, o más abstracto es el signo gráfico, menos definidos serán sus significados, y por lo tanto, más polisémicas las metáforas a las que darán lugar․
Pero la polisemia natural de la imagen y el diferente carácter de los símbolos que puedan intervenir en la operación metafórica no son los únicos factores que pueden contribuir a multiplicar los significados de una metáfora․ También existe otro factor que los lingüistas visuales suelen tener poco en cuenta․ Se trata de la posición del signo gráfico dentro de ese sistema de organización global que es la imagen․
En el lenguaje humano, la posición de una palabra dentro de una frase puede determinar la elección o la presencia de otras palabras dentro de la misma frase․ Por ejemplo, se dice que el alemán es un idioma muy difícil de dominar porque, puesto que los verbos se colocan al final de las frases, el hablante tiene qué pensar muy bien cuál es la acción concreta a la que quiere referirse, antes de poder empezar a hablar siquiera․ Es como una cadena de montaje․ La forma de la carrocería del coche determinará el modo en que se montarán las ruedas․ En el cómic pasa algo parecido, pero con una complicación aún mayor, porque, salvando ciertas excepciones, como por ejemplo, la tira de prensa o los cómics con una composición de página más bien lineal, las narraciones visuales no son como una frase donde se pone una palabra detrás de la siguiente․
Cada viñeta se relaciona visualmente no solo con las inmediatamente anteriores y posteriores, sino también con el resto de viñetas de la misma página o, incluso, de la misma doble página, sin importar lo alejadas que estén․ El cómic, por lo tanto, nunca podrá funcionar exactamente igual que el lenguaje; es decir, como una cadena de montaje, porque no tiene una sola dimensión, con un principio y un final․ El cómic funciona como un puzzle, donde los bordes irregulares de cada pieza determinarán, a través de una complejísima cadena de relaciones a lo largo de dos dimensiones, la forma del resto de piezas que componen la imagen․
Por eso, a la hora de leer una página de cómic no basta con considerar las relaciones lineales que pueda haber entre sus piezas․ Hay que tener en cuenta lo que Thierry Groensteen denomina trenzado (“tressage”); el proceso que permite que “emerjan de la artrología general [es decir, de la gramática lineal de la secuencia] relaciones translineares o distantes․ Una integración más elaborada dentro del flujo narrativo, [․․․] en la cual su componente esencial es el cuadro múltiple” (Groensteen, 1998ꓽ 26)․ El trenzado está normalmente relacionado con la puesta en página, es decir, no solo el tamaño y colocación de las viñetas, sino también la posición exacta que ocupan todos los objetos y las imágenes presentes dentro de estas y de la página (Groensteen, 1998ꓽ 27)․ En suma, todo aquello que tiene que ver con la configuración, con la Gestalt, de la página․ El trenzado no es algo que tenga gran importancia en formatos de cómic donde la página no tiene influencia como factor organizativo como, por ejemplo, en las antiguas tiras de prensa o en algunos webcomics; pero cuando consideramos cómics de tendencias más experimentales, o simplemente más conscientes de las posibilidades organizativas que ofrece la página, entonces la metáfora deja de responder a relaciones lineales entre imágenes o viñetas yuxtapuestas una al lado de la otra․
Para ilustrar esto es muy conveniente recurrir un tipo de cómic que haga uso deliberado del tressage o la puesta en página, y que al mismo tiempo, como argumentábamos en el epígrafe anterior, utilice símbolos menos convencionales que los que hemos visto hasta ahora․ En la secuencia inicial de la novela gráfica Primavera para Madrid (fig․ 2) no solo se aprovechan de manera clara las posibilidades de la página, sino que además se trabaja de manera constante con símbolos arquetípicos, los cuales no se acomodan fácilmente a la fórmula típica A es B, sino que más bien responden a relaciones complejas con diferentes dominios de origenꓽ A es, al mismo tiempo, B y C y D y E y F․
Para ver mejor cómo funcionan estos símbolos arquetípicos, fijémonos en el sol de Primavera para Madrid․ Cuando se toma como metáfora o símbolo, el sol suele ser interpretado como agente creativo; pero si le damos esa interpretación no es por la misma razón por la que a una nube, dentro del contexto del cómic, le damos el significado de “pensamiento” o a un tren que entra en un túnel le damos el valor de penetración sexual․ La atribución de significados en estos últimos dos casos es arbitraria; es decir, está asignada por una cultura concreta en un momento concreto․ Como la llave que lleva en la mano San Pedro, la cual siempre representa a la iglesia cristiana․ Cuando cambiamos el contexto interpretativo, el significado del símbolo también cambia․
Los símbolos arquetípicos, en cambio, tienen un carácter transcultural; es decir, que trasciende en buena medida condicionantes culturales concretos ―aunque no por completo, como veremos más adelante․ El sol es creación porque hace crecer las cosechas, porque hace que nuestro cuerpo produzca vitamina D y porque es nuestra principal fuente de luz․ Ahora bien, esto no quiere decir que a los símbolos arquetípicos no se les demos interpretaciones concretas en momentos culturales concretos․ El sol es una fuerza creativa, sí, pero ciertas culturas la definen como masculina y otras como femenina; en concreto, en la japonesa está personificado por la diosa Amateratsu, lo cual distingue el carácter que tiene para ellos con respecto a Occidente․ Dependiendo del punto de vista que asumamos frente a un símbolo arquetípico, éste tendrá un valor u otro․ Pero lo importante, de momento, es entender que este tipo de símbolos no da lugar a interpretaciones tan invariantes, tan claramente codificadas como los símbolos convencionales que hemos visto hasta ahora․
Fig․ I․10 – Magius (2020) Primavera para Madrid, Palma de Mallorca, Autsaider Comics, pp․ 1-3 y 5
Ejemplo de metáfora conceptual in absentia diegética polisémica (página extremo izda․)
Ejemplo de metáfora de imagen in presentia diegética polisémica (página extremo dcha․)
Hecha esta aclaración, veamos qué papel juega el símbolo arquetípico en Primavera para Madrid (2020)․ Esta novela gráfica trata sobre la corrupción política y económica de la capital de España y arranca con una secuencia meramente descriptiva en la que vemos cómo se pone el sol sobre el skyline de las Cuatro Torres Bussiness Area, nombre oficial de las que entre los madrileños son conocidas como “las torres de la Castellana”․ Estos rascacielos son fruto de una de las operaciones de especulación inmobiliaria más grandes y escandalosas que jamás hayan tenido lugar en la Comunidad de Madrid․ El presidente del Real Madrid, Florentino Pérez, consiguió que se recalificaran unos terrenos que eran propiedad del club para construir edificios comerciales y de negocios cuando en principio solo era posible dar un uso deportivo a estos terrenos․ Las torres que se levantaron albergan, hoy en día, las oficinas de algunos de los más grandes agentes del poder financiero en Españaꓽ empresas consultoras como Price Waterhouse, petroleras como Cepsa, o inmobiliarias como OHLA (antes OHL)․ Primavera para Madrid relata varios escándalos asociados a esta última empresa, los cuales incluyen adjudicaciones fraudulentas e incluso un intento de asesinato․
Aunque esta información contextual puede ayudar a comprender la secuencia, no es del todo necesaria para captar la dimensión metafórica de estas cuatro primeras páginas․ El ocaso desciende sobre las torres y, al contraluz, éstas se asemejan a monumentos en otros tiemposꓽ obeliscos egipcios, o incluso los megalitos de Stonehenge․ Esta última posibilidad interpretativa es interesante porque no se deriva de una relación lineal entre dos imágenes, como en todos los ejemplos que hemos visto antes, sino de la colocación exacta del sol encima de las torres y de la perspectiva concreta que se ha elegido para representar a estas última de forma que parezcan megalitos con una disposición frontal․ Lo que deriva en metáfora es la organización global de los elementos gráficos, la Gestalt, donde colabora un eje x y un eje y en la interpretación de lo que tenemos ante nuestros ojos․ ¿La consecuencia de todo esto? Que no estamos ante una simple panorámica de Madrid al atardecer․ La alusión a monumentos antiguos dedicados al Dios Sol nos recuerda que tal vez las torres de la Castellana también fueron construidas con el mismo propósitoꓽ perpetuar el poder masculino y la tradición․
Pero la posición del sol también sirve para hacer un poco de historia․ En la primera viñeta de la segunda página, el sol está colocado sobre otro de los grandes hitos del horizonte norte de Madridꓽ las torres Kio, cuya construcción comenzó casi quince años antes que la de las Cuatro Torres y que constituyó el primer intento por convertir esta zona de Madrid, una barriada chabolista hasta los años noventa, en el principal centro de su poder financiero․ Basta con estas dos páginas para comprender que se está estableciendo un vínculo entre el sol como símbolo de poder masculino y el dinero, reforzado por dos hechosꓽ el primero, que el sol está representado como un disco que bien podría ser una moneda; el segundo, que la novela gráfica está impresa en negro sobre papel dorado, lo cual le da un aspecto de lingote de oro․ Por si fuera poco, Magius, el autor de Primavera para Madrid, aún nos tiene reservada una última asociación metafórica․ En la última página de la fig․ 2, gracias a un símil visual, el sol se convierte en una hostia en el momento de la consagración․ Es una metáfora de imagen in presentia, similar a la del rey y la pera que vimos en el post anterior, pero en un solo paso, por eso hemos preferido llamarla símil en lugar de transformación․ Pero como todas las metáforas de imágenes, también tiene su componente conceptual; ya que lo que nos está diciendo este peculiar milagro de las hostias, las monedas y los soles es que nuestro nuevo dios es el dinero y, en España, éste sigue estando, en buena medida, en manos de la iglesia católica y de aquellos que actúan en connivencia con ella․
Esta secuencia de Primavera para Madrid presenta también una buena oportunidad de ver cómo funcionan las metáforas diegéticas; aparte de la evidente naturaleza simbólica de los edificios y del sol, éstos elementos gráficos también funcionan a nivel narrativo de forma metonímica․ El sol es una hostia y una moneda y el poder creativo encarnado, pero también es el sol․ Y su utilización en esta escena es rigurosísimamente coherente con la realidad geográfica del lugar․ Durante la primavera, el sol se pone en Madrid aproximadamente a las 7ꓽ30 de la tarde, justo a la hora en que se celebra misa en la capilla del piso 33 de la Torre Espacio donde tiene su sede OHLA, según los horarios que tiene publicados en su web․ Por muy metafórico que pueda parecer el símil visual del sol y la hostia, el ventanal de esta capilla da a la sierra de Guadarrama, justo donde se pone el sol todas las tardes de primavera durante el oficio vespertino․ Así que es bastante probable que el cura de Torre Espacio, al menos durante algunos días al año, llegue realmente a tocar el sol con sus manos, apropiándose de él para entregárselo en comunión a los directivos de la empresa inmobiliaria․
Como decíamos antes, dada su dimensión arquetípica, el sol de Primavera para Madrid no mantiene una relación tan arbitraria y unidireccional con su significado, sino que más bien lo que hace es suscitar una red de asociaciones semánticas․ Está sugiriendo una interpretación de entre muchas, aunque apuntando claramente, eso sí, hacia ciertos conceptosꓽ poder, masculinidad, dinero, riqueza, religión․ Sin embargo, ninguno de ellos es la única B posible en A es B․ Aquí estamos ante una relación de tipo A es B, C, D, E y/o F․ Es una relación polisémica donde no se impone el significado, solo se sugiere․ Seguimos teniendo metáforas conceptuales, en la primera página de la secuencia, y de imagen, en la última, pero ninguna de estas es traducible ya a un enunciado lingüístico tan sencillo como “los pensamientos martillean mi cabeza” o “le golpeó con la fuerza de una bomba atómica”․ Siempre podemos decir que “el sol es dinero”, pero en realidad el discurso que Magius construye en estas páginas podría ser algo tan elaborado como “desde siempre, el hombre ha construido monumentos al poder creativo del sol; los rascacielos son simplemente obeliscos modernos, y no importa lo mucho que tratemos de convencernos a nosotros mismos de que la religión ya tiene ningún influencia sobre nuestras vidas, que ésta no solo está presente en todas partes sino que, además, sigue controlando nuestras necesidades más básicas a través de su entramado financiero”․
La complejidad de la metáfora tiene que ver, por un lado, con la naturaleza arquetípica del símbolo (es decir, que la relación entre dominios no totalmente arbitraria; solo en parte), pero también con el lecho de que el autor ha decidido no disponer los símbolos de una manera lineal, uno detrás de otro, como se hace en una tira cómica o en un poema, sino que ha organizado de forma que interaccionen entre ellos de manera compleja․ Eso hace que las metáforas contenidas en estas páginas tengan un carácter polisémico y dejen de constituir una simple operación de sustitución o de comparación․ En las metáforas polisémicas como ésta, lo que se tiene lugar, en realidad, es un proceso de transferencia de ciertas cualidades de un signo a otro․ El “sol” transfiere su “energía creativa” al signo “torre”, y a su vez, la “torre” transfiere su “poder financiero” al “sol”․
BIBLIOGRAFÍA
ALTARRIBA, Antonio (1981) La narración figurativa, Alcalá de Henares, Ediciones Marmotilla, 2023
BARTHES, Roland (1964) “Rhétorique de l’image”, en L’Obvie et l’Obtusꓽ Essais critiques III, París, Éditions du Seuil, 1982, pp. 25-41
CARROLL, Lewis (1871) Through the Looking Glass, Londres, McMillan.
GROENSTEEN, Thierry (1998) The System of Comics, Jackson, University Press of Mississippi, 2007․ Trad․: Bart Beaty